La estructura de la propiedad rural en el país se ha caracterizado por la prevalencia del latifundio y una alta concentración que durante las últimas décadas, no ha hecho más que agudizarse. Entre el 2001 y el 2010, el índice de Gini de la concentración de la tierra pasó de 0,80 a 0,86 (Ibáñez y Muñoz, 2010, p. 1), uno de los más altos del mundo. Factores como el dominio hacendatario durante la Colonia, los procesos de colonización, las políticas a favor de los grandes propietarios, el narcotráfico, la expansión de la ganadería extensiva y los agronegocios, han configurado mediante formas violentas (paramilitarismo) la estructura agraria actual.
Las contradicciones que se dan en el campo son de diferente tipo y abarcan no solo a campesinos pobres y sin tierra, también hay contradicciones entre grandes propietarios y latifundistas por el uso del suelo y el modelo de desarrollo rural.
La Corona española impuso como instituciones económicas para el campo: la servidumbre, la esclavitud, la mita, el terraje y el peonazgo. El conflicto más antiguo se dio entre invasores españoles y población nativa, posteriormente entre encomenderos y la Corona española estando de por medio también la población nativa; más adelante, entre mitayos, hacendados, mineros, grandes terratenientes, campesinos pobres, colonos y jornaleros.
Hoy los conflictos agrarios han variado un poco, subsistiendo aún en muchos lugares algunos de carácter histórico, y apareciendo otros nuevos, tanto de carácter económico como político: los legítimos reclamos de sus territorios ancestrales por parte de la población nativa, la aspiración de los campesinos sin tierra a ser propietarios, los pequeños propietarios y productores campesinos exigiendo un modelo de desarrollo rural que incluya la economía parcelaria, la población afrodescendiente haciendo valer sus derechos territoriales consagrados en la ley 70/93, los conflictos por el territorio entre las comunidades rurales y las transnacionales mineras, energéticas, de plantaciones forestales y de producción de materias primas para agrocombustibles; y el más importante, el de los pobladores del campo con las empresas nacionales y extranjeras que pretenden apropiarse del agua para privatizar su servicio y definir su uso, teniendo en cuenta las exigencias de la industria y el comercio y no las necesidades humanas.
En la actualidad y de forma muy simple, podríamos tipificar los conflictos de la siguiente manera:
a) Por el territorio.
b) Por reconocimiento político.
c) Por los derechos laborales de los asalariados agrícolas.
d) Por el acceso a la tierra y contra la actual concentración de la propiedad.
e) Por un modelo de desarrollo rural incluyente de la económica campesina.
En este orden de ideas, podríamos describir de la siguiente manera los elementos centrales de cada uno de ellos.
La defensa del territorio como concepto que hoy comparten las comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinas los ha llevado en ocasiones a enfrentar enemigos comunes como las empresas privadas nacionales y transnacionales, oponerse a planes de gobierno que amenazan su territorialidad y pervivencia; también en ocasiones y de manera lamentable a controversias y conflictos de carácter interétnico.
Teóricamente, dentro del espectro de las comunidades rurales, los pueblos indígenas y las comunidades afrodescendientes cuentan con un reconocimiento político que se expresa en normas especiales en la llamada discriminación positiva. Para el caso de los pueblos indígenas, en una jurisdicción especial en materia de justicia y una participación electoral para elegir representantes a la cámara y senadores. Las comunidades afrodescendientes por su parte, además del reconocimiento a su territorio pueden elegir representantes a la cámara dentro de una circunscripción especial para negritudes. En el caso de los campesinos mestizos, no cuentan con ninguna de estas prerrogativas, tan solo y a partir de la ley 160/94 lograron conquistar el derecho a la conformación de zonas de reserva campesina, sin que se haya logrado para ellas las condición especial de inembargables, imprescriptible e inalienables que sí poseen las otras dos formas de territorio: los resguardos indígenas y los títulos colectivos de los consejos comunitarios de negritudes.
Aunque en esta materia podríamos decir que los campesinos son los menos favorecidos con la denominada discriminación positiva, la verdad es que tanto los afrodescendientes como los indígenas consideran insuficientes las normas que hacen efectivo el reconocimiento político. Por tal razón mantienen dentro de sus plataformas de lucha la exigencia de un verdadero e integral reconocimiento de sus derechos como minorías de la nación. Una de las exigencias actuales del campesinado colombiano es la adopción por parte del Gobierno Nacional de la declaración universal de los derechos de los campesinos proclamada por la Naciones Unidas.
Históricamente los asalariados agrícolas y en especial los llamados jornaleros han estado relegados e incluso al margen de los derechos que tienen como trabajadores. Lo poco que en esta materia se había logrado conquistar ha venido siendo recortado por las sucesivas reformas al sistema laboral y de seguridad social. Situación crítica ha alcanzado este sector con la flexibilización laboral que trajo consigo la tercerización que convierte sus derechos laborales y prestacionales en contratos de tipo comercial mediante las distintas figuras que se han creado, y que benefician a los patronos del sector de la agroindustria y de la agricultura comercial.
Las dificultades para organizarse y reclamar los derechos de los jornaleros y asalariados agrícolas no han sido solamente de tipo legal. La represión estatal y paraestatal ha jugado un papel nefasto, trayendo como consecuencia la escasa taza de sindicalización y los pobres resultados en las reclamaciones hechas por este sector de los trabajadores colombianos.
Nuestro país ocupa, entre otros deshonrosos lugares, el de ser uno de los de mayor concentración de la propiedad de la tierra en el mundo. Ni las reformas agrarias de hecho realizadas por las comunidades rurales, ni las tibias medidas de distribución de la propiedad emprendidas por el Estado han logrado eliminar tan monstruosa desigualdad en la tenencia de la tierra. Esa tenencia inequitativa ha defectuado en un uso inapropiado del suelo según su vocación, proliferando la praderización excesiva y la propiedad especulativa, afectando la producción agrícola y el empleo rural.
Según datos de la Misión Rural del Ministerio de Agricultura, la población rural en Colombia que carece de tierra o la posee de manera insuficiente alcanza los ocho millones de habitantes, mientras que un porcentaje reducido de los propietarios concentra más de 45 millones de hectáreas.
Los conflictos entre terratenientes y campesinos sin tierra son de vieja data. Las sucesivas leyes de “reforma agraria” desde la ley 200/1936 hasta la actual ley 160/1994, han sido poco y casi nada efectivas para revertir la tendencia concentradora de la propiedad rural; la corrupción administrativa y la violencia han sido motor de la contrarreforma agraria.
Mediante esa combinación perversa de corrupción y violencia la oligarquía ha logrado el objetivo de marginar de la propiedad sobre la tierra a millones de colombianos.
El capitalismo por esencia es enemigo del campesinado, pues requiere para su desarrollo despojar al trabajador de la propiedad sobre los medios de producción y, en el caso rural, significa despojar al pequeño y mediano propietario de su tierra y convertirlo en jornalero. De esa manera asegura la mano de obra barata que necesita para su expansión como sistema en la agricultura.
El modelo de desarrollo rural que se viene implementando busca que la producción agropecuaria se ajuste a lo que sería un modelo capitalista tradicional, con el cual se corregirían elementos de viejas formas como la hacienda colonial y, aunque busque lo que ellos llaman “modernización” de la producción, sigue privilegiando la gran propiedad, los monocultivos y la producción de materias primas para la exportación y los agrocombustibles.
Otro elemento supremamente negativo del actual modelo es el de estar cumpliendo con planes de la Organización Mundial del Comercio (OMC) y del Banco Mundial en cuanto a las definiciones globales sobre producción y comercio, que se traducen en nuestro país en planes de ordenamiento territorial rural y programas de “reconversión productiva” (destrucción de la soberanía alimentaria).
Estas definiciones políticas, planes y programas afectan profundamente la visión y los objetivos de las comunidades rurales. Todas ellas relegan, desconocen y propenden acabar con la producción parcelaria o campesina.
El triste y pobre papel que la OMC le ha dejado al campo colombiano como productor de materias primas para la producción de agrocombustibles ha destruido la soberanía alimentaria, la cultura ancestral de los pueblos indígenas y afrodescendientes, está convirtiendo el campo en un enorme desierto e impulsa al campesinado a entrar en la economía ilegal de los cultivos de coca.
Para superar este estado histórico permanente de conflictividad rural, Colombia requiere un nuevo modelo económico y un modelo multimodal de desarrollo rural. En él deben tener plena vigencia los derechos territoriales de los pueblos indígenas, las comunidades afrodescendientes y los campesinos. Es necesario incluir un ordenamiento territorial en el cual se reconozcan de manera integral los derechos económicos, políticos, sociales, ambientales y culturales de los habitantes rurales.
Como es obvio deducir, estos conflictos no se presentan por generación espontánea. Detrás de cada uno de ellos hay grupos de poder que presionan legal e ilegalmente para que no se resuelvan, o se resuelva a su favor.
Empresas nacionales y transnacionales y sus agentes en el gobierno buscan que se expidan leyes que garanticen a sus inversiones altas tasas de ganancias en el saqueo de nuestros recursos naturales, y que las medidas represivas del régimen limpien el territorio de las molestas resistencias de las organizaciones campesinas, indígenas, de afrodescendientes y ambientalistas.
Los empresarios de la agroindustria y la agricultura comercial, por su lado, desean seguir contando con mano de obra barata para sus plantaciones, por lo tanto presionan al Gobierno para que se profundice la flexibilización laboral y se cargue a los trabajadores con aumentos en las cotizaciones para la seguridad social, solicitando en cambio para ellos exenciones de impuestos y menores contribuciones al sistema de salud y seguridad social.
Por su parte, los latifundistas ganaderos y especuladores desean mantener el modelo de ganadería extensiva y tenencia especulativa de la propiedad, para que sea la valoración y no la producción la que les produzca la renta. Estos se oponen tanto a la modernización de la agricultura como a la reforma agraria.
Vemos además que los grupos de poder político quieren mantener al campesinado atado a sus partidos y propuestas políticas, considerándolos solo aptos para elegir, pero sin posibilidades de hacerse representar como sector en las instancias de decisión del poder público. Para la oligarquía, hemos sido a lo largo de la historia republicana carne de cañón para pelear sus guerras, votos para sus aspiraciones electorales, molestos reclamantes de derechos sociales y económicos, y base social de la insurgencia; como quien dice, “guerrilleros en potencia”.
La globalización de la economía con sus tratados de libre comercio, sumados a las lesivas políticas y normas impuestas por la OMC, el FMI, el BM, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y la FAO, son en esencia quienes definen los modelos de desarrollo rural de casi todos las países del planeta.
Tierras, producción, comercio, semillas, agua y tecnologías pasan por el filtro de los intereses de los grupos que controlan estos organismos. A ellos se acomodan las oligarquías nacionales buscando no quedarse por fuera del reparto de las ganancias y beneficios que trae la producción y el comercio de los bienes que se producen en el mundo rural.
La variedad y complejidad de los fenómenos económicos, políticos, sociales y culturales que constituyen la problemática del campo colombiano, más los intereses de los diferentes grupos de poder, entre ellos algunos bastante poderosos y violentos, nos hacen temer lo difícil que será la implementación de los acuerdos de La Habana en materia de desarrollo rural, participación política y drogas ilícitas.
La agenda de la Cumbre Agraria, al igual que las de cada una de las organizaciones sociales y políticas de Marcha Patriótica y el Frente Amplio por la Paz, deben dar prioridad al estudio, difusión y elaboración de propuestas que hagan posible la materialización de lo que se acuerde finalmente en La Habana.
Sólo la superación de las causas de los conflictos rurales será garantía de una paz estable y duradera.
Cárcel La Picota, Pabellón de Alta seguridad, Bogotá D.C. Enero 5 de 2016.