El proyecto de ley de Las Zonas de interés de desarrollo rural y económica podría arrasar con muchas parcelas
Josué Aguirre, con apoyo de la memoria su tía de 99 años, rastreó su tradición familiar campesina hasta 1710. Nació y creció en el Guaviare. La violencia lo desplazó en el 2006 y tuvo que cruzar la frontera entre la Amazonía y la Orinoquía. No por dejar atrás la selva se despidió de la riqueza natural. En su nueva tierra, en Puerto López, Altillanura metense, encontró las amplias sabanas, morichales, esteros y los bosques de galería.
A don Josué y a otras familias desplazadas, el Incoder les entregó unas tierras hace ocho años. Todavía no tienen títulos de propiedad, pero sí una relación muy profunda con su tierra: han visto cómo a punta de trabajo e investigación, un suelo con fama de infértil y ácido, les ha dado un paisaje biodiverso y alimentos más que suficientes para alimentar a sus familias y vender en la región. En varias de las fincas, no gastan un solo peso en insumos como fertilizantes o pesticidas. Don Josué lleva tres años dedicado a la investigación. Lo impulsa la lógica de traer los mecanismos de equilibrio de los bosques a la agricultura: trajimos la microbiología de la selva y la colocamos en la Altillanura. Don Josué se pregunta: ¿cómo es que en los bosques de la Altillanura los árboles crecen y no tienen patologías?
Han sido tales los avances de su metódica investigación a fuerza de ensayo y error, de conversaciones con los indígenas Achaguas y Piapocos y recuperación de saberes antiguos, que su sueño es inaugurar una escuela campesina. Tras una aguda observación de la naturaleza, don Josué y sus vecinos han aprendido a crear pequeños rincones con climas especiales favorecidos por la sombra de los árboles, como el mantillo de bosque, y a dejar que la hojarasca enriquezca el suelo. Un ambiente propicio para los microorganismos de los bosques prosperen y nutran sus cultivos.
Un estudio de la Universidad Javeriana mostró que varias de estas familias, de lejos, producen más de lo necesario su autoconsumo. Además, al no invertir en insumos químicos, y tener excedentes para vender, alcanzan una rentabilidad total entre el 24,6% y el 285.6%.
La región es generosa en agua. Todas las familias perforan el suelo para sacarla de la tierra. Llueve con frecuencia. Pero a veces no es agua. Son químicos. Hay fincas aledañas con monocultivos grandes. Pasan avionetas encima fumigando. Eventualmente, envenenan animales de don Josué y sus vecinos o destruyen sus plantas. La relación con estos otros vecinos, los de las grandes plantaciones, no es sencilla. Don Josué se lamenta de que usan vehículos muy grandes para sacar sus productos y destruyen las vías. A veces, para entrar o salir, requerirían un helicóptero, bromea.
El problema, para don Josué, no es solo de convivencia, sino que el gobierno no les reconoce a los campesinos sus conocimientos, su cultura y sus prácticas. El avance comunitario en una tierra nueva ha sido sin apoyo alguno del Estado. En cambio, ese otro modelo, el de grandes inversiones en monocultivos tecnificados se abre paso no solo en las sabanas llaneras, sino también en nuestras leyes.
Las Zidres
Ya fue aprobado en Cámara y va para Senado el proyecto de ley de las “Zonas de interés de desarrollo rural y económico” o “zidres”. Este proyecto es casi idéntico al llamado por la prensa el año por la prensa “ley de baldíos” y muy controvertido que el gobierno retiró del Congreso en marzo de este año.
El mayor debate sobre esta iniciativa legislativa ha circulado alrededor del tema de tierras: las de la Altillanura y de otras regiones en donde se implantarían proyectos agroindustriales a gran escala no solo en tierras privadas, sino también baldías, las que por ley están destinadas a la redistribución a campesinos pobres o a constitución o ampliación de resguardos indígenas o territorios colectivos, y por lo tanto, tienen limitaciones legales en contra de su concentración. La restricción principal es la Unidad Agrícola Familiar, una extensión que se calcula según las condiciones de cada región y que sea suficiente para el sustento de una familia campesina. A nadie se le adjudica más de una UAF y nadie puede comprar posteriormente más de esa extensión. Esta medida intenta corregir la concentración de la tierra: Colombia ostenta uno de los tres índices más altos de concentración en América Latina junto a Brasil y Paraguay.
Por distintas vías, tanto legales como de hecho, el gobierno y otros actores han intentado eliminar estas restricciones para dar paso a grandes proyectos agroindustriales en la altillanura. La creación de las Zidres sería un camino para avanzar en esa dirección. En esta nueva propuesta, la tierra no se vende, sino que se concesiona o se arrienda sin el límite de la UAF a quien presente un proyecto productivo para la zona. Las zidres tienen un alto estatus jurídico: se entienden como de “utilidad pública e interés social”, lo que significa que se presume su carácter de interés general, y como dice la Constitución: este prevalece sobre el particular. Allí en donde se arrienden tierras de la Nación, el proyecto tendría que asociar a pequeños y medianos productores.
El superintendente de Notariado y Registro, Jorge Enrique Vélez, ha argumentado que Colombia, según la FAO, es uno de los seis países del mundo con espacio aún disponible para cultivar. Vélez ha sido el escudero del proyecto en el Congreso, dado que el Ministro de Agricultura, Aurelio Iragorri, se declaró impedido, porque un primo está involucrado en un caso judicial de baldíos en la Altillanura. Las Zidres solo podrán formalizarse en zonas del país alejadas de centros urbanos, donde adecuar la tierra resulta muy costoso para los campesinos. Según defensores del proyecto como el secretario de la sociedad de agricultores, Fernando Forero, desarrollar en este sentido las 770 mil hectáreas con vocación agrícola en la Altillanura crearía 300 mil empleos formales, servicios asistenciales, seguridad social, entre otros.
Las experiencias que ilustran cómo sería una Zidre:
La aprobación del proyecto de ley le daría un incentivo y denominación especial a un tipo de proyectos que no son nuevos en el país. Experiencias vividas de procesos asociativos entre grandes proyectos agroindustriales y campesinos dueños de la tierra pueden dar algunas lecciones.
Puerto Wilches, Santander, se ha convertido en una gran región palmera. Ahí operan varias empresas como Indupalma, Bucarelia, Brisa, Monterrey y Palmeras de Puerto Wilches. Los campesinos palmeros las llaman “empresas ancla”, porque son las que amarran su producción: el campesino siembra y cuida las plantaciones, pero se compromete a vender el fruto a alguna de estas empresas. Con gran frecuencia se asocian: ellas le prestan acompañamiento técnico y administrativo y los apoyan a gestionar créditos.
Todos los campesinos de la región se han dedicado a este negocio. “La palma es el producto que más plata produce”, argumenta don Silberio Paredes un campesino palmero de 72 años. Leonardo Gutiérrez, presidente de la Asociación de pequeños y medianos palmicultores coincide con él, aunque agrega: “pero no mejoran los niveles de vida”. ¿Por qué? Don Leonardo enlista varias razones. “todo se encareció: la yuca ya no se encuentra”. La gente solo siembra palma, no hay cultivos de pancoger. Por último: la fauna desapareció de la región, antes había venados y chigüiros. Ahora ya no hay espacio para los animales.
Desde 2008, esta región palmera sufre una profunda crisis: las palmas se han enfermado con la pudrición del cogollo. Por normas sanitarias, cuando el 20% de un cultivo padece este mal, es necesario erradicarlo por completo para evitar la propagación de la plaga, según cuenta Gutiérrez. Es el caso de don Silberio, quien no pone en duda las bondades de estos monocultivos. Para él, los problemas se solucionarían con más apoyo del Estado. Don Silberio tenía un crédito con el Banco de Bogotá para un cultivo de cacao. Esa deuda la pagaba con los rendimientos de un cultivo de palma. Todo marchaba bien hasta que la pudrición del cogollo lo devastó por completo. Ahora no tiene cómo pagar la deuda y el banco está a punto de rematarle su casa. A su avanzada edad y con problemas de salud, don Silberio se amarró a la plaza principal de Puerto Wilches en un intento de lograr que la Alcaldía le pague los años que le debe de pensión y así poder, con esta plata, salir del apuro.
Los campesinos son los que corren con los riesgos de las plantaciones de palma. Con la crisis de la pudrición del cogollo, son muchos los casos de remate de tierras por parte de los bancos, incluido el Banco Agrario, cuenta Gutiérrez. La pudrición del cogollo ha ocurrido en rincones opuestos del país: En Tumaco, por ejemplo, y en Bolívar. La directora de la Corporación de Desarrollo Solidario, Auristella Moreno Iriarte, quien trabaja en Montes de María, coincide con el diagnóstico y describe la situación como un círculo vicioso: los bancos solo financian los cultivos de palma de pequeños parceleros y estos son los que más riesgo de enfermedad tienen con lo cual muchos campesinos terminan en situaciones límite de endeudamiento y al borde de perder sus tierras.
Por este tipo de mecanismos, Julio Armando Fuentes, vocero de Cumbre Agraria, opina que el sector financiero en Colombia es el principal despojador de tierras. Para Fuentes, el enunciado del proyecto de ley de zidres de que no se van a vender, sino a arrendar tierras, es una forma engañosa de tranquilizar a los campesinos. Tarde o temprano se van a ver obligados a vender: por créditos del banco o porque tras el proyecto productivo con sus usos considerables de químicos, el suelo quedará estéril.
En Montes de María, para Auristella Moreno Iriarte, las deudas de los campesinos no son solo con el banco, sino con la empresa a la que se asocian. Todo lo que la empresa invirtió en apoyo técnico al principio, se los descuenta de la producción después. Para algunos campesinos, el modelo ha sido una maravilla: han podido comprar nevera, televisor o mejorar sus viviendas. Pero en otros casos, los campesinos lamentan tener que comprar la comida, pues ya no les queda espacio para cultivarla en sus parcelas.
En esta región, que algunos llamaban la despensa del caribe, la producción campesina se ha reducido: el conflicto armado, el desplazamiento y ahora los cultivos de palma o de maderables han dejado poco espacio para cultivos diversificados campesinos, tanto que hay poblaciones en la región con problemas de desnutrición. Con todo, la Corporación de Desarrollo Solidario apoya e impulsa la agricultura diversificada y la producción agroecológica. La variedad es inmensa. Solo de plátano se da el cuatrofilo, el mafufo, el pochocho y el guineo manzana. De ñame, el diamante y el baboso, entre otros. Y frutas exquisitas como el zapote, el níspero y la papaya.
Los campesinos de Montes de María tienen proyectos de agregación de valor que están funcionando, aún sin apoyos significativos del gobierno. La gente, a pesar del impacto del conflicto armado – allí ocurrieron más de 40 masacres- , produce pulpas y arequipe y los comercializa con panaderías y heladerías de Cartagena. También hay un proyecto piscícola que ha unido a varias organizaciones y dado oportunidades laborales a muchas personas de la región. Sin embargo, tienen que enfrentarse a los agroquímicos de las plantaciones de palma y maderables que se escurren y llegan a los cuerpos de agua.
Auristella Moreno vio cómo, en frente de la sede de la corporación, bulldozers y otras máquinas arrasaron con árboles muy grandes y viejos y con toda la vegetación. Fue devastador, narra Auristella: la plantación de palma tiene que estar en un área totalmente árida. La Corporación sueña con que ese territorio se reconozca como uno pluridiverso, en donde los indígenas zenú, los afrocolombianos y los campesinos puedan trabajar la tierra con objetivos comunes.
Los actores rurales desoídos
No solo en Montes de María se están uniendo campesinos, indígenas y afrocolombianos por un modelo distinto al de las zidres. Tras los paros de 2013, se formó la Cumbre Agraria, de la que hacen parte organizaciones de los tres grupos rurales. En 2014, se creó por decreto la mesa única de negociación de la Cumbre: un espacio de interlocución y concertación con el gobierno nacional que tiene el propósito de avanzar en aspectos importantes de la política pública rural colombiana. Esta mesa busca tratar otros puntos, como la no judicialización o despenalización de líderes campesinos, indígenas o afros.
Un vocero de la Cumbre que por seguridad pidió reserva de su nombre, afirma que ninguno de los propósitos se ha cumplido. Han pasado ministros por la mesa, y se han firmado acuerdos y compromisos. Pero en la práctica, su cumplimiento “se convirtió un rosario de dilación, de incapacidad. Mientas tanto, proyecto como el de “zidres” y de minería andan al ritmo de la voluntad política real de gobierno”.
Óscar Gutiérrez, de Dignidades Agropecuarias, también considera que el proyecto va en contra del campesinado. Los alimentos allí producidos ni siquiera serían para los colombianos. Tampoco la rentabilidad. Para él “hay monopolios chinos, estadounidenses, canadienses viendo cómo a través de estas ley zidres pueden generar esta producción para exportar”.
En el caso de la Altillanura, los pueblos indígenas son los más invisibles. Aunque muchos de ellos están en riesgo de extinguirse, el proyecto de “zidres”, no dice una palabra al respecto. Además, entregar las tierras baldías no solo en la Altillanura sino en otras zonas del país a las empresas para que los exploten en grandes extensiones, reduce la extensión de tierras baldías disponibles para ser entregadas a los indígenas, a los campesinos y a los afrocolombianos.
Entre los objetivos del proyecto de ley figuran, entre otros, promover el acceso a la propiedad de la tierra a los campesinos, así como el empleo rural, la seguridad alimentaria, la inclusión social de campesinos y trabajadores agrarios como agentes sociales, productivos y emprendedores, e incentivar la conservación del ambiente, pero, desde el punto de vista de varios sectores campesinos, ninguno de ellos se logrará por medio de las “Zidres”. Existen otras maneras. El ejemplo de Josué Aguirre y sus vecinos es uno. El estudio de la Universidad Javeriana demostró que, aún en esta tierra que no es tan fértil como muchas otras del país –y que cumple los requisitos para un proyecto “zidre”-, es posible, a través de la pequeña agricultura, sacarle entre 3,7 y 15,2 veces más provecho por hectárea que al arrendamiento para proyectos agroindustriales. Y los beneficios no solo son económicos: se mantienen vivas la solidaridad entre vecinos, la creación de conocimiento, la biodiversidad y la cultura. La gente del campo, y con razón temen que las Zidres arrasen con lo poco de agricultura campesina que queda en el país.