Un maizal en la nororiental provincia de Santa Fe. En los últimos 20 años, el gobierno argentino aprobó la comercialización de distintas variedades transgénicas de maíz, la mayor parte modificadas para resistir herbicidas e insecticidas. Crédito: Cortesía de Aapresid
- Hasta hace pocos años era una preocupación exclusiva de la comunidad ambientalista y científica en Argentina. Pero hoy son también los productores los que ven con inquietud los impactos negativos del modelo agrícola de este país sudamericano, basado en el monocultivo, transgénicos y agroquímicos.
Con más de la mitad de la superficie agrícola cubierta por soja genéticamente modificada, que consume cada vez mayores volúmenes de sustancias químicas contaminantes, la actividad enfrenta ahora la resistencia social de muchas comunidades y la incertidumbre de productores, que reconocen que deben abordarse cambios.
“Está muy claro que el modelo, tal cual se venía llevando adelante, entró en crisis. En eso coinciden todos los actores. No se puede seguir igual”, dijo a IPS el ingeniero agrónomo Diego Fontenla, quien vive en Tres Arroyos, a casi 600 kilómetros de Buenos Aires y en el corazón de la Pampa Húmeda, una de las regiones más fértiles del mundo.
“La aplicación de agroquímicos ha crecido de manera extraordinaria y la presión que se genera sobre el ambiente es enorme. Los productores saben que están contaminando, pero desde el punto de vista económico no tienen alternativas”, agregó.
Desde hace más de 20 años, Fontanela produce en su finca de manera orgánica trigo, centeno, avena, cebada y girasol y asesora a otros agricultores de la zona que también eligieron el camino ecológico.
De todas maneras, este agrónomo admite que la producción orgánica es una variante que excluye a la enorme mayoría de los agricultores argentinos, por la dificultad para encontrar mercados dispuestos a pagar precios más elevados que por los productos convencionales.
Si se habla del modelo agrícola en Argentina, hay un antes y un después de 1996, cuando el gobierno de entonces autorizó la comercialización del primer cultivo transgénico, que fue la soja RR, del gigante estadounidense de la biotecnología Monsanto, tolerante al herbicida glifosato.
Desde entonces, en el transcurso de pocos años, empujada por la demanda china y por políticas de gobiernos entusiasmados con la entrada de divisas al país, la producción argentina de soja pasó de 10 millones de toneladas anuales a más de 50 millones.
La soja, que casi en su totalidad es transgénica y se exporta, cubre hoy cerca de 20 millones de hectáreas, lo que es aproximadamente el doble de la superficie dedicada en conjunto al maíz y al trigo, y desplazó a buena parte de la ganadería hacia zonas antes consideradas marginales, lo que contribuyó a la deforestación y a un aumento de los conflictos por la tierra con comunidades locales.
Desde 1996 hasta hoy se han autorizado en Argentina otros 46 organismos genéticamente modificados, no solo en soja sino también en maíz, algodón y hasta en papa. Casi todos ellos se utilizan con el objetivo de tolerar herbicidas o insecticidas, de acuerdo a datos oficiales.
Este extenso país, con 2,8 millones de kilómetros cuadrados y 44 millones de habitantes, es una histórica potencia en producción de alimentos, que a mitad del siglo XX dedicaba unas 20 millones de hectáreas a la producción agropecuaria, con el maíz, el trigo y la carne como principales rubros.
Desde los años 90 se vivió una drástica transformación, que incluyó un aumento del área sembrada hasta cerca de 35 millones de hectáreas, en gran parte sobre tierras vulnerables, en el bosque del Chaco, en el norte del país. La soja fue la estrella del cambio, mientras que la producción de carne y otros rubros tradicionales se estancó.
El peso del sector sigue siendo determinante, con un aporte de 20 por ciento del producto interno bruto, al englobar las contribuciones directas e indirectas. Además, el año pasado, según la consultora privada DNI, 65 por ciento de las exportaciones locales fueron de origen agropecuario, sumando primarias y manufacturadas.
Una extensa plantación de trigo en el sur de la oriental provincia de Buenos Aires. Este cultivo ocupa algo más de cinco millones de hectáreas en Argentina, que es aproximadamente la cuarta parte de la superficie sembrada con soja. Crédito: Cortesía de Marcelo Torres
“No existen estadísticas oficiales sobre agroquímicos. Pero de acuerdo a las cifras de la Cámara de Sanidad Agropecuaria y Fertilizantes (Casafe), el uso creció 850 por ciento entre 2003 y 2012”, dijo a IPS el abogado especializado en derechos humanos Marcos Filardi.
“A partir de 2012, Casafe dejó de publicar estadísticas, pero las proyecciones nos indican que se usan anualmente entre 360 y 400 millones de litros de agroquímicos, lo que convierte a la Argentina en el país con el mayor consumo por persona del mundo”, agregó Filardi, quien integra la cátedra de Soberanía Alimentaria de la Escuela de Nutriciónde la Universidad de Buenos Aires.
Se trata de uno de los espacios académicos que se extienden por distintas universidades del país y proponen un modelo agroalimentario distinto, que dé protagonismo a campesinos e indígenas y produzca de manera sustentable tanto en lo social como lo ambiental.
La presión social por poner un límite al uso de agroquímicos en general y, en particular, a las fumigaciones cerca de las zonas urbanas, está calando cada vez más hondo en distintas zonas de Argentina, un país federal donde las regulaciones ambientales no son potestad del poder central, sino de las jurisdicciones locales.
Así, en importantes ciudades, como Rosario y Gualeguaychú, se ha prohibido la utilización de glifosato.
La preocupación por la cuestión de los agroquímicos llegó al gobierno de Mauricio Macri, que es un defensor del actual modelo agrícola.
También lo fue su antecesora, Cristina Fernández (2007-2015), quien en 2011 presentó un impreciso plan con que para 2020 la producción anual de granos pasase de 100 a 157 millones de toneladas y la superficie sembrada de 33 a 42 millones de hectáreas.
En febrero, con la finalidad de “llevar seguridad a la población”, el gobierno convocó a una comisión de expertos, para que elabore una serie de “buenas prácticas” en materia de uso de agroquímicos, que serían publicadas como recomendaciones para las autoridades de todo el país.
Marcelo Torres, productor de la zona de Mar del Plata, 400 kilómetros al sur de Buenos Aires, consideró ante IPS que “no es una opción ir a la agricultura orgánica, porque estaríamos comprometiendo la seguridad alimentaria” y reclamó generar “un debate serio sobre el impacto en el ambiente y en la salud del actual sistema de producción”.
“Hace falta que profesionales de distintas disciplinas discutan el futuro de la agricultura argentina, porque ningún sector puede solucionar esto solo. Quienes no tienen que participar son los grupos anticiencia y extremistas ambientales, que nos han hecho perder mucho tiempo”, agregó el productor de maíz, trigo y soja, entre otros cultivos.
Torres es directivo de la Asociación de Productores en Siembra Directa (Aapresid), una organización empresarial que promueve la agricultura sin labranza de la tierra, práctica que favorece la conservación del suelo y que se extendió por el país junto a la soja transgénica.
En Aapresid se creó una Red de Conocimientos de Malezas Resistentes (REM), especies que en los últimos años han desafiado a los herbicidas y son tanto causa como consecuencia del aumento exponencial del uso de sustancias químicas en el campo argentino.
Las malezas resistentes, que expertos señalan como productos del monocultivo y del abuso del glifosato, se convirtieron en una enorme preocupación para científicos y productores agrícolas.
Para el abogado Filardi, “las malezas son una consecuencia de la manera en que se hace agricultura. Cualquier agrónomo sabe que las hierbas generan resistencia si se las combate durante años con un solo producto. Las malezas son el talón de Aquiles del modelo”.
“Los agroquímicos se están usando mal y de manera indiscriminada, lo que está produciendo consecuencias muy negativas”, dijo a IPS el exdiputado nacional y productor agrícola Gilberto Alegre, que actualmente tiene arrendada sus tierras en el municipio de General Villegas, en la oriental provincia de Buenos Aires.
“El problema es la ausencia total de políticas agrícolas por parte del Estado, que es el que tiene que garantizar la sustentabilidad del sistema y evitar que la rentabilidad sea el único criterio”, añadió quien hasta diciembre del año pasado fue presidente de la Comisión de Agricultura de la Cámara de Diputados de la Nación hasta diciembre pasado.
Edición: Estrella Gutiérrez