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Pese a las restricciones y limitaciones en su labor, la agricultura familiar abasteció de alimentos al campo y las ciudades durante los casi tres meses de cuarentena rígida. Esta labor ratifica la importancia de este sector y devela las limitadas acciones estatales que permitan evitar pérdidas.

Felipa Huanca y Silveria Mamani, como otros en el país, no dejaron de trabajar durante la cuarentena rígida, incluso tuvieron días más arduos. Si no cosechaban la papa y hortalizas, respectivamente, estaban ocupadas y preocupadas en alimentar a las comunidades aledañas y a las ciudades de La Paz y El Alto. Ambas son productoras de dos municipios del altiplano paceño, donde se registraron ventas limitadas por las restricciones impuestas.

Las dos son parte del sistema de la agricultura familiar, que pese a las limitaciones abasteció de alimentos frescos a las familias urbanas y rurales durante los casi tres meses de confinamiento a causa del coronavirus. Esta medida ratificó la importancia de este sector en el sustento del país y develó el poco acompañamiento estatal, lo que derivó en pérdidas económicas y el consumo de sus reservas.

Debido a que los municipios no cuentan con protocolos de contingencia, su actuación fue improvisada y limitada, además de que se evidenció que las acciones del Gobierno transitorio estuvieron dirigidas principalmente a la agroindustria.

 

 

Proveedoras de sus comunidades

Silveria Mamani (52) muestra que la tierra ya está preparada con fertilizantes naturales y lista para proceder a la siembra en unas semanas más. Dice que esta vez colocará pepino para reforzar la producción después de las ventas durante la cuarentena, lo que provocó el consumo mayoritario de lo que producen en las carpas solares del centro del municipio de Colquencha, ubicada a dos horas de la ciudad de La Paz.

“Muchas preparan la tierra porque en cuarentena ya lo hemos vendido todo”, cuenta orgullosa Silveria.

Son las cuatro de la tarde de un lunes de septiembre de 2020. La productora ostenta en la carpa unas pequeñas lechugas y acelgas en un lado, y más allá la tierra está a la espera de un nuevo cultivo.

Silveria explica sus planes de siembra al directorio de la Asociación de Productoras de Hortalizas Agroecológicas Estrellita, que inspecciona el trabajo en las carpas solares de 17 de las 20 socias.

Este grupo está en la transición del autoconsumo a la comercialización de alimentos. La época de confinamiento ayudó a reforzar esta última vocación, pues por la restricción, sus integrantes dejaron de ir a ferias del precio justo y se dedicaron a la venta en su municipio.

 

 

Todas las mañanas acopiaban lechuga, locoto, repollo, perejil, espinacas, acelga y apio de las casi 30 carpas solares que tienen, algunas desde 2002 y otras desde 2015. Después de la recolección, los viernes se sentaban desde temprano en la plaza de Colquencha para ofrecer las hortalizas frescas a sus vecinos o a los que venían de los alrededores, quienes usualmente compraban en centros de abasto centralizados.

Y es que la pandemia no solo sirvió para descentralizar el comercio de alimentos en el país, sino que revalorizó el papel de las proveedoras de las productoras de sus comunidades, que se trata de un fenómeno nuevo.

“Los que tenían carpas solares se convirtieron en proveedores de algunos alimentos para sus vecinos. (Esta acción evidencia la necesidad de que) estos deben convertirse en pequeños núcleos de abastecimiento para enriquecer la estructura de comercialización, ya que ahora mucha gente necesita ir a los mercados de La Paz y El Alto para aprovisionarse”, explica el responsable de políticas públicas de la Fundación Alternativas, Javier Thellaeche.

Para la preparación de la tierra, Silveria y sus compañeras usan el biodol, que es un fertilizante casero sin químicos hecho con estiércol de oveja. Esto ayuda a cuidar la tierra para que sea más fértil. Precisamente, ese proceso agroecológico hizo más atrayente la producción de las carpas en el confinamiento.

“Hubo buena venta en la pandemia, porque otros productos no llegaban de otros lugares. Ha sido bueno para nosotras porque vendimos como pan caliente. Los consumidores saben porque dicen que aguanta tiempo, porque son hortalizas sanas”, afirma Silveria, mientras cosecha los pocos locotos que quedan.

 

 

En Bolivia existen más de 800 mil unidades productivas, de las que el 92% pertenece a productores de la agricultura familiar, es decir más de 720 mil. Además, este sector abastece el 96% de los 39 alimentos de la canasta básica, según los datos de la Coordinadora de Integración de Organizaciones Económicas Campesinas (CIOEC).

Pese a ello, en el país no existe una política pública dirigida al sector, lo cual se evidenció con más fuerza durante la pandemia, que golpeó muy fuerte a los pequeños productores, principalmente en la comercialización.

Por eso, la CIOEC presentó al Ministerio de Desarrollo Rural una estrategia nacional de la agricultura familiar con seis pilares fundamentales para su desarrollo: producción ecológica, tierra y recursos, seguridad y soberanía alimentaria, transformación, comercialización y diversificación.

En Colquencha, al igual que en Calamarca, la producción agrícola es mixta: a campo abierto y en carpas solares. En el primer sistema lo que más se produce es la papa y granos, y en el segundo, hortalizas. El investigador del Centro de Investigación y Promoción del Campesinado (Cipca), Valentín Pérez, explica que el objetivo de las carpas es principalmente garantizar la seguridad alimentaria de las familias del lugar.

 

Por ello no hay una producción a gran escala. La mayoría de las carpas están dentro de sus casas, es decir que son en el centro poblado. Esta situación causó que, en los meses de la pandemia, muchas de las unidades productivas de la asociación consumieran todo lo que habían producido, incluidas las reservas.

A esto se añade que durante estos meses fueron perjudicadas por la falta de agua en el sector. Según Pérez esto es porque en los últimos años las lluvias se redujeron de cuatro a dos meses y que ello, a su vez, causa erosión en el suelo.

“No había agua, por eso no florece y se ha secado”, señala Silveria mientras muestra una acelga casi marchita.

 

Pérdidas de sus ingresos

El frío del altiplano azota sin contemplación, por eso Felipa Huanca (productora aymara de 52 años) está cubierta con doble manta y un aguayo. Un gorro y guantes negros evitan que se congelen sus manos y cabeza. Sentada sobre un costal de papas, espera paciente que los compradores lleguen y pregunten por sus productos estrellas: chuño, papa y papalisa.

“Papa qhati llévate, caserita”, ofrece a las pocas consumidoras que hay a esa hora.

Son las cuatro y media de la madrugada de un miércoles de septiembre. Felipa y siete compañeras de su asociación están en la feria de Villa Remedios, del municipio de Viacha, aledaño a Calamarca, donde viven y producen. Llegaron hace más de una hora con el fin de encontrar un buen lugar para ofrecer sus productos a las mayoristas, quienes en la ciudad de El Alto se encargan de la distribución a comerciantes minoristas de los centros de abasto de la urbe paceña.

El canchón de tierra se llena de a poco de personas que buscan tubérculos y granos para producir o comercializar en otros lugares. De la vendedora que está junto a Felipa, una pareja adquiere dos arrobas de semillas de papa para plantarlas en diciembre.

“Está bien nomás el precio”, dice el varón.

Esta feria se realiza cada miércoles, desde la madrugada hasta mediodía, y es una de las más grandes y tradicionales de este sector del altiplano. Está dividida en cuatro espacios alrededor de la plaza. En la sección agropecuaria, donde está Felipa y que es casi del tamaño de una cancha de fútbol, hay al menos 300 vendedoras, la mayoría es de los municipios aledaños.

 

 

La presencia de las mujeres es relevante, pues no son solo las que venden, sino también las que compran. Severo Mamani (52) y esposo de Felipa, dice que ella es la que tiene más experiencia en la comercialización, pues ya tiene sus caseras y sabe cómo vender a buen precio.

Felipa vende acá hace más de 10 años y la época de cuarentena no fue la excepción. Llegaba más temprano todavía porque a las siete de la mañana la feria se vaciaba debido a que las comerciantes mayoristas apuraban la compra por el escaso transporte y temor a los controles en las trancas.

Pero la venta no fue continua porque había menos personas y poco flujo de vehículos para el traslado de los productos, además de que la familia de Felipa no quería exponerse al coronavirus. Eso sí, la producción no paró.

A mediados de marzo, cuando la pandemia del COVID-19 llegó a Bolivia, los productores de papa empezaron a cosechar este tubérculo, que es el principal que se produce en Calamarca, por eso los campesinos de Caluyo, comunidad de Felipa, estaban afanados en esa tarea.

Esta familia cosechaba de siete de la mañana a siete de la noche, 12 horas continuas de trabajo en las que solo se paraba para comer. La labor duró dos meses, en los que primero cultivaron los surcos de Felipa y su esposo, y luego los de sus cinco hijos.

“Entre nosotras nos ayudamos, entre poquitos no se avanza”, relata Felipa.

Durante ese tiempo, cosecharon alrededor de 100 quintales de dos hectáreas. De esa cantidad, 80 quintales estaban destinados a la venta cuyos ingresos económicos cubrirían costos de producción, la manutención de la familia y para ahorrar un poco. Pero esta vez no se vendió todo y lo que sí, fue a precio bajo.

Muchos de los compradores, entre intermediarios o dueños de pensiones, llegaron hasta la casa de Felipa y Severo. Allí adquirían la arroba a 25 o 30 bolivianos, la que, si se hubiese llevado al mercado Rodríguez, de La Paz, otro de sus potenciales centros de abasto, se habría vendido en 45 o 50 bolivianos.

“En la ciudad obtenemos más, llevar era el problema”, afirmó Severo la anterior semana antes de una reunión de su asociación mixta.

Aquel encuentro era con el técnico del Cipca —institución que los asesora y brinda apoyo económico para la producción—, donde los productores analizaban la posibilidad de comprar papa certificada para obtener mejores rendimientos y recuperar lo perdido en la cuarentena.

En el diagnóstico del Ministerio de Desarrollo Rural, que realizó en marzo y abril, se identificó que entre las mayores dificultades estaba la comercialización por la falta de transporte (32%) y el cierre o limitaciones de las ferias y centros de distribución (27%).

Pese a que los gobiernos municipales realizaron significativos esfuerzos relacionados con la otorgación de permisos de circulación, estos no llegaron a todos porque no cuentan con automóviles propios.

“Hemos dado autorizaciones para trasladar alimentos de primera necesidad, pero solo se beneficiaron algunas familias. Han aprovechado los que tienen sus propios autos, pero fueron solo algunos, la mayoría se quedó congelada y gastaron las reservas”, afirma el alcalde de Calamarca, Yesid Luin Mamani.

Por ello, en Calamarca se vivió una etapa de crisis, en la que no se generó dinero. Además de que, por los pocos ingresos, las semillas que los productores suelen reservar y el capital para la nueva campaña de siembra fueron consumidos.

 

 

Ya son las ocho de la mañana y los rayos del sol calientan un poco a las casi mil personas que están en la feria, la mayoría de ellas sin barbijos o algún tipo de protección. Las acopiadoras reunieron varios quintales de papa y chuño, principalmente, cerca de los camiones que esperan para el traslado.

Muchas de las productoras de tubérculos vendieron y se dispersaron para hacer sus propias compras de verduras. De la asociación, Felipa es una de las pocas que aún está con mercancía. De los 10 costales de un quintal aún le quedan tres. Dice que hubo buena venta “nomás”.

—¿Cuánto la arroba? —pregunta una señora.

—28 (bolivianos) —responde Felipa.

—Rebajame a 25, casera.

—28 es rebajado, casera.

La mujer piensa varios minutos, revisa otras papas y finalmente le compra una arroba (seis libras).

La productora explica que, sin la cuarentena rígida, la papa que ofrece a 28 bolivianos la habría vendido en 50 bolivianos entre marzo, abril y mayo porque era nueva, pero ahora no le queda otra que rematar porque ya se está secando.

“Hay pérdida siempre. Estamos renegando por eso”, dice.

Esta afirmación es compartida por Irma Condori, productora de avena del municipio Santiago de Huata. Ella se dedica a comercializar semillas de varios productores de su comunidad para la plantación de forraje, que se inicia en octubre.

“Nos hemos visto perjudicados porque no había comercialización. Todos se han debido prestar porque hemos comido nuestro capital, porque si no salíamos a trabajar de dónde íbamos a sacar plata. Ahora nos hemos prestado del banco para retomar nuestras actividades, 21% me dieron en el Banco Unión”, explicó hace unas horas mientras intentaba vender su grano.

 

 

La Fundación Alternativas evidenció que en muchos casos los productores consumieron sus semillas.

“Cuando se cerraron las fronteras ya no le dieron continuidad a sus ciclos productivos y en muchos casos, como el de los productores de papa, tuvieron que comerse sus semillas, no podían guardar para el siguiente ciclo, que empezaba en septiembre”, explicó Thellaeche.

De acuerdo con los resultados preliminares de un estudio del Instituto para el desarrollo rural de Sudamérica (IPDRS), con el apoyo de Swisscontact, el 40% de los productores de La Paz siente que vendió significativamente menos y ese mismo porcentaje estima una pérdida de más de 10 mil bolivianos en ese tiempo.

“Pero hemos visto que el 45% afirmó que continuará con la producción y que el 20% aumentará su superficie”, informó Oscar Bazoberry, coautor de la investigación.

Ante los perjuicios que sufrieron los productores por los efectos del COVID-19, el Gobierno sacó un Plan de Rehabilitación para el sector agropecuario que destinará 873 millones de dólares, de los que 68 millones serán para la agroindustria.

“Esto está básicamente dirigido al financiamiento para cubrir deudas (anteriores), no para los pequeños productores”, afirma Irene Mamani, investigadora de la Fundación Tierra.

 

 

Mamani explica que los productores más perjudicados son los que están más relacionados con la comercialización de la papa o de los quesos, porque son los destinados al mercado.

Entre los problemas de circulación estaba que al inicio los camiones salían con productos, pero en las ciudades se vaciaba y por ello tuvieron problemas con las autoridades, explica Sandra Marca, miembro del Equipo Comité Interinstitucional de Agricultura Familiar. Asegura que urge contar con un registro de los productores.

Precisamente, un transportista que espera que las mayoristas terminen de acopiar en la feria relata que muchas veces tuvo que pagar “coima” (soborno) a los policías, pues su motorizado contaba con la autorización de Puerto Acosta, pero en la entrada a El Alto no tenía validez. Y que para evitar problemas dejó de trabajar varias semanas.

De a poco la feria de Villa Remedios cambia de apariencia y está más vacía. Flora ya se fue a su casa y acá las comerciantes mayoristas ya están a punto de despachar sus productos.

Mientras cierra su costal de chuño, una comerciante que prefiere no dar su nombre dice que tuvieron muchos problemas para circular y que también su sector sintió las pérdidas. Termina de subir al camión que llevará los tubérculos hasta la ciudad de El Alto la producción de Flora y de las demás productoras que venden en la feria.

 

Este artículo fue producido como parte del programa Alimentación Sostenible para todos, de Climate Tracker e Hivos.
http://revistalabrava.com/la-odisea-de-las-productoras-del-altiplano-para-alimentar-en-pandemia-y-el-abandono-estatal.html