En todo Malargüe y El Sosneado -distrito sanrafaelino en el límite entre ambos departamentos- se encuentran registradas 27 comunidades mapuches. Viviendo en puestos montañeses desde hace más de 100 años en algunos casos (ellos y sus ancestros, según reconstruyen), la mayoría de los habitantes se dedican a la actividad ganadera caprina.
Fuera de los principales depredadores de estos animales (zorros, pumas y aves de rapiña con quienes deben lidiar a diario), su principal padecer cotidiano no es muy distinto al de las otras comunidades mapuches y de otros pueblos originarios en el país: el siempre inminente riesgo de desalojo.
Hay personas que los visitan de forma no muy cordial una o dos veces al año, con documentos y títulos que -aducen- son de propiedad de esas tierras, y con abogados y demandas para que les devuelvan “sus tierras”.
“Se llevan siempre los mejores animales, diciendo que es en parte de pago (talaje)”, resume entre mates, buñuelos y un poco de queso de cabra Rosita González (68), lonco (cabeza, dirigente) de la comunidad Malal Pincheira y quien vive junto a su hermana Margarita en el puesto Cerro Colorado, a 28 kilómetros de la ciudad de Malargüe.
Dada esta realidad, no son pocos los que optan por abandonar sus raíces territoriales e irse “a probar suerte” a la ciudad departamental, la mayoría como albañiles o quizás en empresas petroleras.
“En los últimos 30 años se ha ido más del 50% de la gente que estaba en el campo. Al no tener título de propiedad de las tierras, muchos no ven una continuidad de sus vidas en estos lugares porque saben que en cualquier momento alguien viene, lo reclama e inicia un juicio de desalojo”, explica Gabriel Jofré (43), werkén (mensajero o vocero) de la organización Malal Weche que nuclea a las 27 comunidades mapuches.
“Hace más de 8 años se inició la organización con la personería jurídica de las comunidades. En 2014 la comunidad Malal Pincheira hizo el pedido formal para que se les otorgue el título de propiedad comunitario de esas tierras. Es un paso fundamental para que las comunidades puedan asentarse y dejar de temer por desalojos”, resume Jofré, quien agrega que la reciente prórroga en la Ley de Emergencia Territorial Indígena (aprobada esta semana en el Congreso) es una muy buena noticia en la reivindicación de sus derechos.
Además del acompañamiento jurídico a las comunidades y la meta de conseguir el título comunitario, Malal Weche también lleva adelante programas sanitarios y comunitarios con los mapuches malargüinos y la comuna.
Por ejemplo, hace algunos meses consiguieron llevar el agua de las vertientes a los puestos (en conjunto con el INTA), y también están avanzando en un circuito de comercialización de mercadería sin intermediarios. Hasta tienen un proyecto avanzado para incluir a los habitantes en las actividades turísticas en Malargüe.
“Todo lo que ha pasado con la RAM ha levantado un tierral que ha hecho que todos miren a los mapuches. Pero cuando el tierral se disipe, se van a ver todas las cosas que tiene nuestra cultura. Nuestro proyecto con el agua, nuestra espiritualidad. Argentina tiene más de 400 comunidades mapuches, y no todo se limita a la RAM”, sintetiza Jofré, quien también es docente e integra el Instituto Argentino de Asuntos Indígenas (INAI).
Pueblo ancestral
Las 27 comunidades mapuches que viven en el Sur mendocino se encuentran diseminadas en 800.000 hectáreas. Hay lugares donde están más próximas entre sí, y otros como La Payunia donde viven 4 familias en más de 40.000 hectáreas.
En Malal Pincheira (el término ‘malal’ en lengua mapuche hace referencia a ese risco que se encuentra por encima de los ríos) viven 7 familias, cada una con su territorio. Aquí hay activos 5 juicios muy fuertes por ocupación de terrenos.
El puesto Perino es uno de los que integra Malal Pincheira. Allí vivió hasta hace algunos años la familia Pérez, pero luego se mudó Abel Riquelme (39) con la suya.
Siguiendo la tradición -y considerando que entre los Pérez y Riquelme no hay parentesco directo-, Abel y su familia debieron levantar su vivienda a unos 70 metros de lo que era la casa de Pérez (aún se observan los restos debajo de un árbol).
Abel vive de la venta de chivos, junto a su pareja Gladis y al hijo de la mujer, Ezequiel. Entre octubre y mediados de noviembre es la época en que nacen las crías. “Este año hemos llegado a tener hasta 60 nacimientos por día”, resume con humildad y timidez.
“Tengo problemas con el terrateniente desde hace 25 años. Es de Buenos Aires y viene una o dos veces al año a cobrar y a querer echarnos.
Necesitamos el título de propiedad comunitario para vivir tranquilos”, resume en un descanso de su trabajo.
Al vivir a 18 kilómetros del centro, en El Perino se suma el hombre a los depredadores naturales. “El año pasado me llevaron 25 chivos de un saque. Cuando se hacen más grandes, me tengo que ir a dormir con ellos para que no los roben”, resume Abel.
Los primeros días de enero marcan una fecha casi tan importante para los productores como la de nacimientos: la veranada. “Salimos con los chivos para la cordillera, al límite con Chile. Son en total 8 días (cerca de 80 kilómetros) de caminar por senderos sinuosos, desde que sale el sol hasta que anochece. Un par vamos caminando con los animales y otra persona nos acompaña en camioneta. Y ahí nos puede agarrar cualquier cosa: tormentas, granizo, temporales. Pero hay que cerrar los ojos y seguir nomás”, relata Riquelme, quien suele llevar a unos 800 chivos.
“Aquí los campos son muy secos, no da para tener a los bichos todo el año. En la cordillera el campo es más nutritivo y allí engordan, mientras que acá se mantienen”, aclara.
En la década del ‘50, la familia paterna y materna de Riquelme debió abandonar las tierras en las que vivían, cerca del límite entre Malargüe y Neuquén.
En 1995, Abel se mudó a Mendoza con la idea de probarse en Godoy Cruz Antonio Tomba como futbolista, pero el día previo a la prueba se lesionó la rodilla jugando “un picadito” en el Parque San Martín y se frustró ese plan.
Lejos de volver a Malargüe, el hombre hizo un curso de estilista en Ciudad y así se ganó la vida, hasta que a fines de los ‘90 se instaló definitivamente en su tierra porque la salud de su padre había desmejorado.
“Hace 17 años me quieren desalojar de acá y hay una medida de ‘'no innovar’, por lo que no puedo hacer mejoras”, dice.
Aquí el día arranca a las 5 de la mañana, porque a las 9 -en verano- el calor ya es pesado. Durante el invierno las temperaturas bajo cero y las nevadas están a la orden del día. El viento es como el sol, o como Dios: siempre está.
Mensajes en la radio
A unos 10 kilómetros de El Perino, cordillera arriba, está el puesto Cerro Colorado. Para acceder a él, además de la ruta casi intransitable -según el werkén Jofré hay más de 2.000 kilómetros de rutas internas en Malargüe de piedra y tierra- hay que cruzar el arroyo Butamallín (o Gran Pastizal Amarillo). Éste es uno de los afluentes del río Malargüe y debe cruzarse sí o sí pasando sobre el agua.
Después de recorrer este tramo, está el puesto en el que viven Rosita y Margarita González. “En junio pusimos una bomba con energía solar que permite que llegue el agua hasta acá. Eso nos evita tener que caminar más de 400 metros para lavar o traer agua”, destaca Margarita, la menor de las hermanas.
Los González fueron una de las primeras familias en ser desalojadas -en la década del ‘80- de las tierras en las que vivían antes junto a su madre.
“Un hombre se presentó con un juez e hizo firmar el desalojo a mi mamá con dos letrados. Desde entonces estamos acá”, resume Rosita entre mate y mate.
Entre tantas costumbres mapuches, una de las más importantes es no recibir o entregar algo con la mano izquierda -ya sea mate, comida u otra cosa-, ya que es considerado señal de desprecio.
Señal de internet, telefonía u otra tecnología para comunicarse son prácticamente utopías en estos parajes. Por eso es que la radio cumple un rol fundamental. Todos los días, por la mañana, Radio Malargüe tiene un programa donde se pasan y repasan los mensajes que quieren darse los puesteros entre sí. En cualquiera de estas casas siempre está prendido alguno de estos equipos.
María Ibarra tiene 27 años e integra la comunidad Yantén Florido (El Sosneado). En total allí hay 7 familias, divididas entre una región más cercana a la ruta 144 y otra adentrada 30 kilómetros hacia la cordillera (Los Parlamentos).
“En 2010 apareció un nuevo terrateniente que nos quiso sacar 5 hectáreas y desalojarnos. En Los Parlamentos vive un tío que actualmente está con esos problemas también”, resume la joven, quien es werkén de Yantén Florido y se desempeña como promotora dentro de su comunidad del programa de manejo de agua.
Las raíces
Según destaca Jofré, 80% de la población nativa de Malargüe es mapuche. Pero durante años a un gran número de los miembros de la comunidad parecía no quedarles otra opción que renegar de ello.
“Estamos en una sociedad donde se estigmatiza al mapuche de la misma forma en que se hace con los homosexuales o con los extranjeros. La discriminación viene con el miedo al desconocimiento”, indica el referente.
Malargüe, como ciudad, fue fundada recién en 1950, aunque muchas de estas zonas se encuentran pobladas desde épocas ancestrales. De hecho, en la zona de Ojo de Agua hay indicios de habitantes de hace más de 1.500 años. Y miembros de la familia Roco (de la ascendencia de Rosita y Margarita González) están identificados como quienes dieron permiso para levantar el fuerte de San Rafael.
“Desde 1560 hay evidencia de que existían en la zona tratados de paz y una convivencia entre mapuches y españoles”, sintetiza Jofré.
Recién en la década del ‘80, de la mano de la industria petrolera, creció el casco urbano malargüino. En coincidencia con esa época, surgieron también los primeros “avergonzados” que casi se veían obligados a renunciar a sus raíces mapuches y a su lengua, porque los nuevos habitantes se burlaban de ellas.
Pero en los últimos años han encontrado una reivindicación que les ha permitido volver a mostrarse orgullosos e -incluso- a compartir su cultura y tradiciones. De hecho, entre el 20 y el 24 de junio realizan su ceremonia de año nuevo (Wiñoj Tripantu) con una celebración en el viejo molino de Rufino Ortega, en el casco céntrico.
“Argentina es un país que se construyó en un terreno en el que ya habían varios pueblos. Nuestro pedido no es que haya una nación mapuche, sino que el Estado nos reconozca como ciudadanía originaria y nos reconozca una doble ciudadanía (la mapuche y la argentina)”, aclara Jofré.
Para el cierre, deja otra reflexión. “La ciudadanía occidental un día nos dijo que todos los pueblos originarios éramos indígenas. No conforme con ello, después nos quieren decir cómo deberíamos ser y comportarnos, teniendo en cuenta que somos pueblos originarios. Pero lo cierto es que nosotros no somos indios. Somos mapuches, somos quom, somos huarpes, y así”, concluye el werkén.
FUENTE: LOS ANDES